sábado, 17 de junio de 2023

VA DE LIBROS: UNA TRENZA DE HIERBA SAGRADA. Robin Wall Kimmerer

En este maravilloso ensayo, Robin Wall Kimmerer, trenza conocimiento, historia, mitología, experiencias personales, filosofía indígena, espiritualidad y ciencia, bajo el hilo conductor de las plantas; no en vano, es botánica. A lo largo de sus 464 páginas, podemos encontrar reflexiones personales -casi siempre inspiradas por la etnobotánica o la mitología indígena norteamericana y enlazadas con los conocimientos científicos actuales- sobre su concepción de las relaciones entre los seres humanos y el resto de los seres vivos, a los que se refiere como “Personas no humanas”. Este marco conceptual, fuera de las jerarquías antropocéntricas clásicas de la cultura occidental, se manifiesta a lo largo del libro en la utilización de las mayúsculas para escribir el nombre de las especies a las que se refiere. 

Partiendo del proceso de regalar una trenza de la hierba sagrada, Hierochloe odorata, - del griego Hieros: sagrado y Clöhe: hierba- y su significado dentro de la cultura Potawatomi (los que mantienen el fuego) a lo largo de las cinco partes en que se divide el libro, con metáforas, símiles y reflexiones que parten de una especie biológica, una historia, un mito, una vivencia o una profesión tradicional, nos va introduciendo en su cosmovisión: la concepción de un mundo donde el tiempo no es lineal, sino omnipresente, como las aguas de un lago; los humanos no están en la cúspide de ninguna jerarquía, sino en equilibrio con el resto de “Personas no humanas” y basan sus relaciones con los seres vivos en la gratitud, la cosecha honorable y el cuidado mutuo.

Robin Wall Kimmerer (1953), es profesora de biología ambiental y forestal. Directora del Centro para los estudios nativos y el medio ambiente de la facultad de Ciencias Ambientales de Nueva York y miembro de la Citizen Potawatomi Nation (tribu reconocida por el gobierno de EEUU). Se graduó en Botánica en 1979 y es directora del Centro para los pueblos Nativos y el Medio Ambiente; el centro, entre sus objetivos, cuenta con la pretensión de que la ciencia se beneficie de la sabiduría de la filosofía nativa para alcanzar el objetivo común de la sostenibilidad. Es defensora del enfoque del conocimiento ecológico tradicional: un enfoque científico, profundamente empírico, que se basa en la observación a largo plazo e involucra consideraciones culturales y espirituales; puntos, estos últimos, tradicionalmente marginados por la comunidad científica.

Una trenza de hierba sagrada se publica en 2015, en el contexto histórico de una de las sociedades, sino la más, consumista de la historia. Una sociedad con el recuerdo, aun reciente, de la terrible crisis financiera de 2008, fruto de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Los mecanismos de retroalimentación positiva que desembocaron en la explosión de la burbuja, y la codicia subyacente, si bien no se referencian explícitamente en el libro, se identificarán metafóricamente con el Wendigo, monstruo mitológico del pueblo anishinaabe, que desrrollaré en la última parte de esta entrada. Una sociedad donde la polarización está en auge, favorecida por la inmediatez y capacidad de difusión de las redes sociales y alimentada por la desinformación: información engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para inducir a error deliberadamente a la población con la intención de conseguir algún beneficio. Una información falsa que se cuela entre miríadas de datos que los ciudadanos, desbordados por su cantidad, son incapaces de pasar por el filtro del razonamiento crítico: Una sociedad de ruido que se siente discurrir a toda velocidad.

Esta sociedad ruidosa, engañosa; donde la credibilidad de las fuentes de información se desvanece, se disuelve en un mar de bulos, rumores, sondeos, estadísticas alteradas, estudios científicos presuntamente imparciales y falacias, deviene en una pérdida general en la fiabilidad de los valores de generaciones precedentes. Los cimientos de la realidad sólida y duradera de nuestros abuelos se resquebrajan. La realidad parece cambiar a una velocidad de vértigo y puede hacerlo en cualquier dirección, en cualquier momento. Las personas ya no quieren aferrar su identidad a unos valores tradicionales que, de un día para otro, pueden quedar obsoletos. Una sociedad líquida, como nos contó el sociólogo Zigmunt Bauman, una sociedad donde las realidades sólidas, como el matrimonio o trabajo para toda la vida, se han desvanecido y han dado paso a un mundo mudable, provisional y, con frecuencia, agotador. Una sociedad donde los ciudadanos tienen miedo a ponerse un traje que luego no se puedan quitar. Los nativos digitales se han acostumbrado a un tiempo veloz, a la inmediatez, seguros de que las cosas no van a durar mucho y pronto quedarán obsoletas. 

En este contexto, el calentamiento global y la sobreexplotación de recursos naturales se convierten en temas candentes en una economía dependiente del consumo, también dividida, polarizada, entre aquellos que piensan que vamos al límite y hay que frenar la sobreexplotación de los recursos antes de que sea demasiado tarde -aunque eso signifique el decrecimiento- a fin de evitar una gran tragedia, a menudo magnificada; y aquellos que confían en que la tecnología y el desarrollo, como han venido haciendo hasta ahora, salvarán los limites actuales, dándonos mucha más cancha o eliminándolos totalmente, y defienden que la verdadera tragedia -también, a menudo magnificada- sería la crisis económica resultante de parar la sobreexplotación de los recursos naturales ahora. Bajo este marco, Robin se posiciona contra la reducción de la naturaleza a una propiedad humana y a su explotación para obtener beneficios, en favor de un modelo de desarrollo donde se contemplan todos los seres y la regeneración mutua para el bienestar de todos bajo los principios de “La cosecha honorable”.

A lo largo del libro, Robin reflexiona sobre diversos temas que se vertebran en el enfoque de los dones, la gratitud y la cosecha honorable para descubrirse, al final, como poderosas armas para vencer al moderno Wendigo:

El mundo como un Don: Robin, utiliza las fresas como metáfora de la economía de los dones. Las fresas pasan día y noche mezclando azucares, semillas, colores y olores para conseguir ser atractiva a un animal y que este las disperse. El valor adaptativo de la fresa depende de ser lo más atractiva posible, la fresa se da. Bajo su punto de vista, la relación de los humanos, no solo con las fresas, sino con el resto de las especies, debe transformarse en una actitud de gratitud, es la percepción humana lo que hace del mundo un regalo y el ser humano tiene la obligación moral de responder ese regalo con los cuidados apropiados: “Una especie y una cultura respetuosas con el mundo natural, capaces de responder a sus dones, pasarán sus genes a las generaciones futuras con mayor frecuencia que aquellos que las destruyen. Los relatos que modelan nuestros comportamientos tienen, entonces, consecuencias adaptativas”. Nos dice, coincidiendo con el mitólogo Josep Campbell y los biólogos evolutivos Heying y Weinstein.

Gratitud: La gratitud, es uno de los hilos conductores del libro y parte fundamental de la filosofía de vida que defiende. Partiendo del juramento de lealtad a la tierra Onondaga, nos recuerda algo “que no se escucha lo suficiente” y que choca frontalmente con la cosmovisión occidental: que el ser humano no está a cargo del mundo, sino que se encuentra sujeto a las mismas fuerzas que el resto de las formas de vida. Dar gracias por los dones que la tierra ofrece al ser humano, lleva asociada una responsabilidad hacia el resto de cada elemento de la creación. Sin embargo, llega a la misma conclusión que ya llegaron los estoicos y otras filosofías occidentales afines: que lo que se tiene es más que suficiente,Uno no puede escuchar el mensaje de Gratitud sin sentirse intensamente rico. Y aunque las muestras de agradecimiento parezcan algo inocente, constituyen en realidad algo revolucionario. en una sociedad consumista, estar satisfecho con lo que se tiene supone una propuesta radical”.

La cosecha honorable: Partiendo de nuestra necesidad como heterótrofos de alimentarnos de la vida de otros seres vivos, y la tensión que se produce entre el respeto a las vidas que nos rodean y su utilización para nuestra propia supervivencia. El concepto de cosecha honorable se desarrolla a fin de dar respuesta a la pregunta ¿Cómo podemos consumir haciendo justicia a las vidas que tomamos? La respuesta estriba en: No tomar aquello que esta a nuestro alcance, sino aquello que se nos ofrece y, para ello, es preciso aprender a pedir permiso. Así, la evaluación de las señales empíricas que juzgan si una población está suficientemente sana y saludable para soportar una cosecha que no ponga en riesgo su supervivencia futura (Si está en condiciones de compartir sus dones) se complementa con una intuición heredada del saber, puramente empírico, ecológico indígena que se puede resumir en este reglamento:

 

“Conoce las costumbres y necesidades de quienes cuidan de ti, para poder cuidar tu de ellos.

Preséntate. Que te conozcan como aquel que viene que viene a cuidar la vida.

Pide permiso antes de tomar nada. Acata la respuesta.

Toma solo lo que necesites.

Toma solo aquello que se te ofrece.

Nunca tomes más de la mitad. Deja algo para los demás.

Cosecha de manera que el daño sea el menor posible.

Utilízalo de forma respetuosa. Nunca desperdicies lo que has tomado.

Sé sostén de aquellos que te sostienen y la tierra durará para siempre”. 

Cualquiera que conozca un poco de dinámica de sistemas, esa ciencia tan occidental, así como cualquier padre que quiera bien educar a sus hijos, sin duda suscribiría cada uno de sus versos.

Por último, a través de la figura del Wendigo, el monstruo legendario del pueblo anishinaabe: una criatura enorme, de tres metros de altura, con forma humana, brazos semejantes a troncos,  pies como raquetas de nieve, corazón de hielo y tan voraz que se ha comido sus propios labios. Un monstruo que se deja ver en busca de los humanos en invierno, cuando las despensas están vacías y reina la necesidad, en el tiempo de la Luna del Hambre. 

Los relatos del Wendigo se cuentan en torno al fuegos para asustar a los niños. Si no se portaban bien corrían el riesgo de ser devorados o peor que eso, porque el Wendigo no nace, se hace; en realidad, son seres humanos devenidos en monstruos caníbales, al morder a una persona, la transforman también en monstruo. La maldición del Wendigo era el tormento de un hambre insaciable. El hambre que no puede satisfacer se convierte en su naturaleza. Cuanto más come, más desea comer y vive en una constante tortura. La perdición del hombre, convertido en un ser con un corazón de hielo, consumido por sus propias ansias de consumo. Un relato moralizante que previene a las sociedades comunales del peligro de los individuos codiciosos.

En dinámica de sistemas, el Wendigo representa un ciclo de retroalimentación positiva: Cuanto más come, más hambre, cuanto más hambre, más come; lo que nos lleva a un frenesí de consumo desaforado que lleva a la autodestrucción. Ejemplos de estos ciclos son las adicciones (al alcohol, las drogas, al juego…) Robin identifica una nueva clase de Wendigo: las compañías multinacionales que devoran los recursos de la tierra insaciablemente, no por necesidad, sino por avaricia y el sistema económico que prescribe el crecimiento infinito en un planeta finito; como si las leyes de la termodinámica no fueran con ellos y olvidando que el crecimiento perpetuo es, simplemente, imposible por las propias leyes naturales.

Robin sabe que el Wendigo es un monstruo demasiado poderoso y reconoce no tener armas, ni fuerza para vencerlo. Sin embargo, sueña, al final del libro, con un Wendigo abatido por los frutos indeseables de su propia codicia, retorciéndose en el suelo debido a un dolor de estómago insoportable, un ser insaciable cuyo sufrimiento es más fuerte que su hambre; al que una mano sanadora cura con una infusión de los dones agradecidos de la cosecha honorable y le cuenta los relatos tradicionales indígenas que nos enseñan a convivir en harmonía con los límites de la naturaleza.

En resumen, a lo largo de un libro maravilloso, lleno de poética, Robin nos sugiere las recetas para lidiar con un presente caótico a merced de la mercantilización y sus subproductos: El retorno a la experiencia, contacto y conexión con la naturaleza, a los valores tradicionales indígenas, el respeto a todas las formas de vida, el desarrollo sostenible, conservación de los ecosistemas, y la observación científica sincera y espiritual del mundo que nos lleve a respetar sus límites. Unas recetas que, a pesar de su aparente lejanía cultural, ya conocemos en occidente a través de los clásicos; como la vía negativa, que nos conmina a prevenir los daños como remedio ante la incertidumbre, bajo pena de consecuencias indeseadas mayores; la aceptación de la frugalidad como fuente de riquezas de cínicos y estoicos, contra la sobreexplotación de los recursos; y la gratitud, generosidad y hermandad cristiana, contra la polarización. Si bien esta hermandad, Robin la extiende a todos los seres de la tierra.


domingo, 4 de junio de 2023

LA UTILIDAD DE LO INÚTIL (Centaurea hyssopifolia)

Hoy conoceremos (y desconoceremos) una planta endémica de nuestros campos, una planta que únicamente los Añoveranos (y habitantes de la reducida franja de poblaciones donde crece) tenemos el privilegio de poder contemplar en su hábitat. Un privilegio, no obstante, reservado únicamente a aquellos que saben que lo tienen. Hablamos de Centaurea hyssopifolia, una planta única que, a pesar de su aparente futilidad, a poco que reflexionemos un poco, tiene mucho que contarnos.

Centaurea hyssopifolia. Añover de Tajo

Esta planta perenne, con hojas de aspecto pulverulento y flores rosáceas, florece de mayo a junio y se puede encontrar en cerros margo-yesíferos del centro peninsular ocupando posiciones abiertas y soleadas. Coloniza sustratos ricos en sulfatos y es toda una pionera en los matorrales gipsófilos, formando parte de las peculiares y exclusivas comunidades de los suelos yesíferos -muy ricos en endemismos- del centro peninsular. Es como si, al encontrar una Centaura hyssopifolia, de pronto, uno cayera en la cuenta de estar en un museo ante una pieza única, un museo inmenso cuyo techo es el cielo soleado, sus paredes el horizonte y donde sus exclusivas obras de arte vivo -nunca mejor dicho- aguardan a la espera de ser descubiertas y admiradas por los visitantes más avispados. No está nada mal para un paseo ¿No creen?

Distribución de Centaurea hyssopifolia

Imaginen la cola de gente esperando entrar en el Museo del Prado: la fila se extiende a lo largo del paseo, desde la entrada hasta la plaza Murillo, bajo un sol moderado a primera hora, que se espera tórrido a mediodía. Los visitantes, una vez dentro, esperan contemplar con sus propios ojos algunas de las exclusivas obras de arte que allí se encuentran y darán por merecida la espera. -Esto es un rollo- se quejan los niños a los que sus padres han obligado a acompañarles. -No sirve para nada- rematan, pensando que podría estar invirtiendo su tiempo en cosas más productivas, como subir de nivel (y de paso de estatus entre sus amigos) en el videojuego de moda o comprándose el bolso que todas sus amigas codician. Otro adolescente, se pregunta qué utilidad puede tener para su futuro como ingeniero esta visita a la que su instituto le obliga a asistir, mientras sopla de aburrimiento para dejar claro a sus profesores su disconformidad. Tampoco falta quien se pregunta, ya adulto, cómo es posible que haya gente capaz de pagar por esto, mientras con una forzada sonrisa, toma la mano de su acompañante: la razón por la que realmente está allí. Nuestros quejicas coinciden en su concepción de la futilidad del arte, del poco valor que tienen las cosas que no tienen un claro valor utilitario. Tampoco hay muchos usos descritos para nuestra protagonista de hoy más allá de su rareza, el de arder cuando se la quema y, probablemente, ser un indicador de suelos pobres, donde la vida se adivina de todo menos fácil.

Un museo sin más techo que el cielo y paredes que el horizonte: Campos de Añover. 

El premio princesa de Asturias de comunicación y humanidades 2023, Nuncio Ordine, en su ensayo “La utilidad de lo inútil” del que he tomado el título de esta entrada, nos invita a reflexionar, precisamente, sobre este punto que comparten nuestra protagonista de hoy, Centaurea hyssopifolia y el arte; a saber, su aparente inutilidad. Ordine, a través de una serie de textos clásicos, nos advierte de que el valor de las cosas va mucho más allá de su propósito utilitarista y el beneficio económico que pueda reportar, y considera que es útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores, también reflexiona sobre el antiguo y común error del que ya nos advirtieron los estoicos en la pluma de Séneca: el de valorar a las personas por los hábitos que visten y no por lo que son. Una advertencia sobre el peligro de la mercantilización de la educación, que convierte a los alumnos en clientes; de la ciencia, que desdeña la investigación básica; y la cultura, que se restringe al consumo de masas, llevándose en el proceso la dignidad de las personas por delante. Un manifiesto, en definitiva, en favor del valor de lo inútil que nos hace mejores humanos.


En la misma línea, y tomando como base, ya no solo las enseñanzas clásicas, sino una lectura de la estadística en el marco del escepticismo empírico moderno, Taleb, en los libros que componen “Incerto” nos advierte a lo largo de su obra de las consecuencias desastrosas de olvidar las consecuencias de “lo que no sabemos que no sabemos” en una inapelable refutación, basada en los límites del conocimiento, a los planteamientos utilitaristas que pueden desembocar, precisamente, en un desastre desde el punto de vista utilitarista; para muestra, desde las advertencias de Solón a Criso en la antigua Grecia hasta la crisis económica de 2008. Weinstein y Heying en su “Guía del cazador-recolector para el Siglo XXI” llegan a la misma conclusión con las consecuencias de los efectos iatrogénicos no esperados de la supresión de estresores que, a priori, podría parecer útil y buena. Idea que se puede resumir en la famosa frase de Chertestón: “Nunca quites una valla hasta que sepas la razón por la que fue colocada”. Pero esto da para otra entrada y me lo guardo para el futuro que luego me dicen que me enrollo mucho.


En mi búsqueda de información sobre nuestra protagonista, apenas he encontrado un artículo que confirma el adelanto de su floración con la sequía y generalidades sobre sus adaptaciones a ambientes con estrés hídrico como el de nuestros campos: nada que no comparta con otras especies propias de climas secos; por lo que no puedo decir más que, aparte de su rareza y singularidad, gran parte de los posibles conocimientos sobre Centaurea hyssopifolia se encuentran en la zona de lo que no sabemos y, probablemente, la gran mayoría en la inmensa zona de lo que no sabemos que no sabemos. En definitiva, nuestra singular amiga es un misterio. Un misterio único que pocos tienen la suerte y oportunidad de contemplar y entender. Un misterio -pensé, influido por el símil del museo- como la sonrisa de la Gioconda, solo que más nuestro, más exclusivo. Nuestro campo, ese museo natural con el cielo y el horizonte como límites, no solo esconde piezas únicas y más o menos bellas, también esconde misterios aun por resolver; un vasto campo de posibilidades en la zona de lo que no sabemos, más vasto aun en la zona de lo que no sabemos que no sabemos. 

Centaurea hyssopifolia.

Así que ya sabéis. Si en vuestros paseos por el campo os encontráis con esta vecina de flores compuestas rosadas, sabed que os encontráis ante una planta que muy pocos tenemos el privilegio de encontrarnos, un endemismo que es de los primeros en colonizar los, tan difíciles para la vida, pero aun así biodiversos, suelos yesíferos que habitamos, cuyo desconocimiento y falta de uso general puede hacernos meditar sobre la utilidad de lo inútil y la importancia de lo que no sabemos, mientras nuestra imaginación vuela y convierte los caminos en los pasillos de un majestuoso y exclusivo museo de obras vivas, sin más techo que el cielo ni más paredes que el horizonte. No está nada mal para un paseo ¿Verdad?