Hoy conoceremos una planta que podemos encontrar creciendo al borde de los caminos de nuestros campos, que ha tenido múltiples usos tradicionales, incluso para pescar, y que nos puede inspirar, como no, una reflexión sobre la condición humana. Estoy hablando del Gordolobo o Verbasco.
Este género de plantas (coloquialmente llamadas gordolobos) comprende entre 300-325 especies distribuidas por el hemisferio boreal y, aunque el género es relativamente fácil de reconocer, la identificación de las especies (con frecuencia híbridos) es algo difícil, por lo que, aunque yo diría que el ejemplar encontrado en nuestros campos de las fotografías podría ser Verbascum sinuatum, albergo importantes dudas sobre algunos caracteres diagnósticos y bien podría equivocarme; razón por la cual en el título de esta entrada hago referencia al género. Si algún lector con más conocimientos que yo en la identificación de las especies de este género puede arrojar luz, bienvenido sea.
Pío Font Quer, nos cuenta sobre esta especie que en catalán la llaman “la llorona y resentida” pues poco después de golpearle el tallo, van desprendiéndose sus flores abiertas una a una, como si fueran lágrimas que llorara resintiéndose del golpe. Si os fijáis bien en la foto, podréis ver algunas flores de nuestra protagonista de hoy en el suelo, probablemente, la he pillado llorando un golpe del destino.
Las llamativas flores del gordolobo contienen mucílagos y saponinas, por lo cual, se han usado en resfriados, para la tos y como expectorantes suaves, especialmente en tisanas. Además, son usadas en jardinería por su belleza, las flores de nuestro ejemplar en cuestión, combinan el púrpura y oro, combinación de colores representativos de la belleza por excelencia, que ya comentamos en una entrada anterior. Ya veis, uno sale al campo con la intención de disfrutar de la biodiversidad que le rodea y, al poco, se encuentra evocando el desconsuelo de la belleza ante los infortunios del destino.
Esta percepción de la vida como un largo viaje en el que estamos a merced del azar, la fortuna, los hados, los dioses, el destino (o el caprichoso uso que hagan de ti los humanos donde te ha tocado vivir) cuyo fin es incierto y no podemos decir la última palabra sino en el día de nuestra muerte, quizás sea -con permiso del amor- uno de los conceptos más tratados en la mitología, filosofía y literatura. Un concepto fractal, aplicable a todas las escalas de la condición humana, que puede utilizarse como símil tanto en algo tan amplio como una vida entera, como en algo tan concreto como un proyecto, un trabajo, un matrimonio, unas vacaciones o un paseo por el campo. Se han escrito ríos de tinta sobre cómo afrontar la incertidumbre, el desasosiego que causa y alcanzar el éxito. Una montaña de libros, muchos de ellos -hay que decirlo- falaces, cuyo eje rector es el camino para encontrar el éxito, un éxito que presupone que al final de la aventura nos aguarda un codiciado tesoro, obviando, todas aquellas veces que llegamos al destino, solo para descubrir que la cámara del tesoro se encuentra vacía. Seguro que no debe esforzarse mucho el lector para encontrar ejemplos de ricos que no pueden comprar lo que desean, jefes esclavizados por el trabajo, jóvenes que después de comprar el último modelo de teléfono ya están deseando el próximo, esas esperadas vacaciones que, al final, resultaron ser un calvario o, simplemente, ese carísimo restaurante de moda, que al final no era para tanto… Y entre todo este mar de incertidumbre, un poeta, nos da la clave para afrontarla, no perdernos entre tesoros falaces, ni hundirnos en el desasosiego.
El bellísimo poema de 1911 del poeta griego Constantino Cavafis, Itaca, del que reproduzco aquí un fragmento; usa el mito del ingenioso Ulises volviendo a su hogar, el mito del viaje por excelencia, para advertirnos sobre la ilusión de esperar que la meta nos aguarde con tesoros: La riqueza la encontraremos en el camino.
“Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Más no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
Y atracar, viejo ya, en la isla,
Enriquecido de cuanto ganaste en el camino
Sin aguardar que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
Entenderás que significan ya las Ítacas”
Tras una apología de la lentitud, que ya tratamos en la entrada anterior dedicada a La mosca asesina, Cavafis, nos dice que la meta es solo importante como acicate para iniciar el viaje, un viaje que debemos emprender sin miedo, hacia un destino que no debe importarnos hallar pobre, pues una vez lleguemos, comprenderemos que nos hemos enriquecido en el viaje. Un poema que nos brinda, en definitiva, un buen antídoto ante el desasosiego de la incertidumbre, induciéndonos a atesorar las experiencias que están a nuestro alcance: No hay que esperar de la meta más tesoros que las experiencias vividas para alcanzarla. “Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás que significan ya las Itacas”. También nos proporciona un buen método para identificar las abundantes falacias sobre el éxito que abundan en nuestros días: desconfiar de los que aseguran que el valor de Itaca está en sus riquezas. Un pensamiento que Epicuro, el genial filósofo clásico de la isla de Samos, seguramente refrendaría. -¿Qué haces fiando tu felicidad en un futuro azaroso e incierto que no puedes controlar?- Imagino que diría -Disfruta de aquello que de ti depende pues no tiene otro amo, y atesora las riquezas del momento-. O, como en la misma línea, Horacio, el epicúreo poeta romano nos dejó en los últimos versos de su oda a Leuconoe: “Carpe diem, quam minimun credula postero” -Aprovecha el día, y confía mínimamente en el futuro-
Así que, ya sabéis, si en vuestros paseos os encontráis al borde del camino con esta planta esbelta, bien arraigada en la tierra y de hermosas flores amarillas con estambres púrpuras; sabed que se trata del Verbasco o Gordolobo, una planta con una gran historia de usos a sus espaldas, aunque ahora abandonados, y que puede hacernos reflexionar sobre el desconsuelo de la belleza por los infortunios del destino. Infortunios que poco importan, en realidad, pues no dependen de nosotros y siempre podemos enfrentarlos con la alforja llena de valiosas experiencias atesoradas por el camino. Poco importa que al final Itaca sea pobre, pues nosotros llegaremos ricos. Y es que, de un paseo por el campo, con la actitud adecuada, uno nunca vuelve con las manos vacías. Carpe Diem.